Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla. Hacía mucho
que no lo veía y lo noto envejecido. La piel sin brillo y lo que parece ser la
materialización de unos incipientes michelines por debajo de su camisa blanca y
una corbata negra. Él corresponde mi beso casto y me mira a los ojos, tímido,
como siempre. Le pregunto cómo está e inmediatamente me arrepiento. Estoy en el
funeral de su padre. Sé que su mujer ha pedido el divorcio y que ve a sus hijos
menos de lo que ningún padre decente quisiera.
Lo siento.
¿El qué?
El haberte preguntado. Tienes sobrados motivos para estar
jodido.
Me mira, como solía hacerlo. Una mezcla entre incredulidad y
admiración.
Esa mirada fue lo que me mantuvo unida a él en una relación
que no pasó de los dos años. Muchos dicen que el respeto, la confianza y la
ausencia de cuernos son las bases de una relación. Se equivocan. Los ojos. Los
ojos de un hombre mirando a una mujer, una mirada en la que ella pueda leer que
la considera especial, diferente e incluso mejor que al resto. Así de vanidosas
somos las mujeres.
Yo también lo miro, pero él, simple como los de sus especie,
no es capaz de leer nada entre mis pestañas. Habría mucho para descifrar, pero
no tiene la clave que decodifica lo que siento. Le entrego una sonrisa que
podría significar muchas cosas y le tiendo un botellín de tequila por debajo de
su chaqueta oscura.
Para cuando toques fondo. Digo.
Llegas tarde. El fondo quedó arriba hace días.
Vale, pues para evitar que te ahorques con un cinturón.
No me des ideas.
Y al fin sonríe, mostrando una dentadura masculinamente
imperfecta que hizo suspirar a muchas chicas en el instituto, yo incluida.
Gracias por venir.
Es lo menos que podía hacer. Sabes que quería a tu padre.
Y él te quería a ti.
Lo sé.
Los dos nos quedamos en silencio durante unos segundos que
se hacen interminables hasta que alguien habla más alto de lo esperado en algún
rincón de la abarrotada estancia y tenemos la excusa perfecta para poder mirar
a otro lado, evitando que los recuerdos de un pasado ya muy lejano se interpongan entre
nosotros para susurrarnos al oído.
Creo que es mejor que me vaya.
Él no dice nada y yo le dedico otra sonrisa, pero una vacía,
de esas que hasta el hombre menos observador sabe que carece de todo contenido.
Porque yo ya he visto mucho y sé descifrar gestos y pupilas dilatadas y leo en
su mente lo que ni siquiera él sabe. Leo que le gustaría cenar conmigo,
besarnos y hacer el amor para tal vez acabar desayunando juntos en la playa,
como solíamos hacer cuando éramos más jóvenes y más tontos. Antes de que la vida nos
pasara sus facturas. Antes de los matrimonios que se materializan en anillos
que ya no se lucen en ningún dedo, antes de infidelidades y de hijos adolescentes, antes de
hipotecas y viajes pagados a plazos. Sé por la manera en que me toma la mano
para despedirme, que le gustaría hacerme feliz y que yo lo hiciera feliz a él
aunque fuera sólo por una noche, por unos días; que cree que es posible volver
a ser quienes éramos para olvidar lo que ya no somos. Que tal vez, un beso
apasionado nos ayudaría a ver un claro más allá de la tormenta.
Por eso hago de mi sonrisa un mero trámite y no dejo que
atisbe un ápice lo de lo que siento, y de lo que sé.
Que la juventud pasó rauda. Que nunca seremos quienes
fuimos, ni quienes no fuimos. Que mis besos ya no saben a chicle de fresa y que
mi sueño se interrumpe con la facilidad de una mujer con problemas. Que el
recuerdo de aquellos meses y mi sonrisa y su mirada me ofrecen un bálsamo mejor
que el que nunca me podría ofrecer un beso suyo del ahora, del presente. Porque los
recuerdos son siempre mejor de lo que uno recuerda e indiscutiblemente más
excitantes que el más denso de los abrazos.