01 febrero, 2015

Recuerdos





Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla. Hacía mucho que no lo veía y lo noto envejecido. La piel sin brillo y lo que parece ser la materialización de unos incipientes michelines por debajo de su camisa blanca y una corbata negra. Él corresponde mi beso casto y me mira a los ojos, tímido, como siempre. Le pregunto cómo está e inmediatamente me arrepiento. Estoy en el funeral de su padre. Sé que su mujer ha pedido el divorcio y que ve a sus hijos menos de lo que ningún padre decente quisiera. 

Lo siento.

¿El qué?

El haberte preguntado. Tienes sobrados motivos para estar jodido.

Me mira, como solía hacerlo. Una mezcla entre incredulidad y admiración. 

Esa mirada fue lo que me mantuvo unida a él en una relación que no pasó de los dos años. Muchos dicen que el respeto, la confianza y la ausencia de cuernos son las bases de una relación. Se equivocan. Los ojos. Los ojos de un hombre mirando a una mujer, una mirada en la que ella pueda leer que la considera especial, diferente e incluso mejor que al resto. Así de vanidosas somos las mujeres. 

Yo también lo miro, pero él, simple como los de sus especie, no es capaz de leer nada entre mis pestañas. Habría mucho para descifrar, pero no tiene la clave que decodifica lo que siento. Le entrego una sonrisa que podría significar muchas cosas y le tiendo un botellín de tequila por debajo de su chaqueta oscura. 

Para cuando toques fondo. Digo.

Llegas tarde. El fondo quedó arriba hace días.

Vale, pues para evitar que te ahorques con un cinturón.

No me des ideas.
 
Y al fin sonríe, mostrando una dentadura masculinamente imperfecta que hizo suspirar a muchas chicas en el instituto, yo incluida.  

Gracias por venir. 

Es lo menos que podía hacer. Sabes que quería a tu padre.

Y él te quería a ti.

Lo sé.

Los dos nos quedamos en silencio durante unos segundos que se hacen interminables hasta que alguien habla más alto de lo esperado en algún rincón de la abarrotada estancia y tenemos la excusa perfecta para poder mirar a otro lado, evitando que los recuerdos de un pasado ya muy lejano se interpongan entre nosotros para susurrarnos al oído.

Creo que es mejor que me vaya.

Él no dice nada y yo le dedico otra sonrisa, pero una vacía, de esas que hasta el hombre menos observador sabe que carece de todo contenido. Porque yo ya he visto mucho y sé descifrar gestos y pupilas dilatadas y leo en su mente lo que ni siquiera él sabe. Leo que le gustaría cenar conmigo, besarnos y hacer el amor para tal vez acabar desayunando juntos en la playa, como solíamos hacer cuando éramos más jóvenes y más tontos. Antes de que la vida nos pasara sus facturas. Antes de los matrimonios que se materializan en anillos que ya no se lucen en ningún dedo, antes de infidelidades y de hijos adolescentes, antes de hipotecas y viajes pagados a plazos. Sé por la manera en que me toma la mano para despedirme, que le gustaría hacerme feliz y que yo lo hiciera feliz a él aunque fuera sólo por una noche, por unos días; que cree que es posible volver a ser quienes éramos para olvidar lo que ya no somos. Que tal vez, un beso apasionado nos ayudaría a ver un claro más allá de la tormenta.

Por eso hago de mi sonrisa un mero trámite y no dejo que atisbe un ápice lo de lo que siento, y de lo que sé. 

Que la juventud pasó rauda. Que nunca seremos quienes fuimos, ni quienes no fuimos. Que mis besos ya no saben a chicle de fresa y que mi sueño se interrumpe con la facilidad de una mujer con problemas. Que el recuerdo de aquellos meses y mi sonrisa y su mirada me ofrecen un bálsamo mejor que el que nunca me podría ofrecer un beso suyo del ahora, del presente. Porque los recuerdos son siempre mejor de lo que uno recuerda e indiscutiblemente más excitantes que el más denso de los abrazos.

25 enero, 2015

Viajo



Viajo para ver, para saborear, para aprender. Para empaparme de la sabiduría del mundo. Para respirar de la esencia del universo, que no es más que la suma de todas las esencias. Viajo para conocer al ser humano: al hombre y al monstruo. Viajo para encontrar la luz y la oscuridad de mis entrañas. Viajo para entender de qué está hecho el aire que respiramos, para definir mejor los colores y para hablar todos los idiomas: el idioma del llanto y de la carcajada, del alma rica y del alma pobre, el idioma del mar y de los árboles. Viajo para entender cuál es la fuerza que mueve los planetas y los océanos. Y las inquietudes humanas. Viajo para formar parte de la lluvia. Y del sol. Y de la gravedad. Creo que viajo para entender a qué huele el amor y cuál es su semilla.

Existo para viajar. Viajo para ser, para buscar, para entender.

Vivo viajando hoy para un día morir. Pero morir en un suspiro que esté lleno de vida.  

01 marzo, 2014

Ruido


 

Ruido.

Pájaros que revolotean, la campana de una iglesia, los latidos de tu corazón, un tren que pasa a lo lejos. El mar.

Las gotas de lluvia al caer sobre el metal. Luz cetrina a través de la ventana sobre sábanas blancas.

El amor, que pasa con un estruendo, como un soplo de aire en una tormenta. Hace mucho ruido y no me deja pensar. Es un segundo, pero un segundo en el que estoy sordo, y también ciego por la fuerza de su relámpago. No me gusta, estoy asustado y me duele el miedo al dolor. Quiero que se aleje, que ese momento se marche, que nunca vuelva.

Entonces la intensidad de la tormenta ha pasado, y yo sigo ahí, bajo las sábanas blancas de mi cama. Se ha hecho de noche y ya no oigo revolotear a los pájaros. La iglesia ha enmudecido. No hay trenes en las vías y el mar está en calma. Pero a mi lado, junto a mi pecho, puedo aún sentir el sonido de tu corazón, que habla de cosas bonitas, que suena a templada melodía, que abraza mis suspiros aún inquietos.

Puedo, si me esfuerzo, aún escuchar la tormenta a lo lejos, pero ya no me da miedo. Puedo todavía, vez el refulgir de su blanca luz intermitente, pero ya no me ciega. Sé cómo es el miedo, pero ya no lo tengo, porque al llegar la calma se ha ido la lluvia, pero tú te has quedado. Y no me pides que te de las gracias, sólo que duerma tranquilo mientras la luz de la noche entra por la ventana y mientras el frío lo cubre todo ahí fuera. Me prometes, antes de que me duerma, taparme con una manta si entre pesadillas me destapo, y tal vez por eso, esa noche sólo tengo sueños bonitos.

No me dices nada más, sólo me miras, pero eso me resulta suficiente, porque tus ojos, que tanto han visto y que tanto saben, están susurrando que me quieren, y yo los creo, no porque necesite hacerlo, sino porque algo dentro de mi me hace creer que, aunque sólo sea por esa noche, no debo tener miedo.

 

24 febrero, 2014

Monstruos tras las montañas




Siempre había sabido a dónde se dirigía.

Siempre había tenido claro lo que buscaba y lo que quería.

La respuesta era sencilla. Lo quería todo. Quería luz blanca en su vida, quería toda la fuerza de la naturaleza bajo sus pies descalzos, quería tener deudas con la vida y saldarlas con el sudor de sus entrañas, quería sentir el ímpetu del amor en todas sus formas, quería ver el mundo desde la cima de la montaña y explorar sus cuevas más oscuras, quería entender, saber y saborear los sentimientos humanos. Quería, en definitiva, conocer la magia de la que está hecha la vida, el Santo Grial de la eterna satisfacción con el minuto vivido, con el segundo que siempre está por llegar. 

Le habían dicho, sin embargo, que eso no era posible. Le habían dicho que llega un punto en el camino en el que no debe aspirarse a nada más, para no perder el control, para no caer en la decepción. Porque no hay necesidad de ir más lejos cuando aquí ya todo está bien.

Y lo cierto es que él también, en cierto punto de ese camino, llegó a creerlo. Había tenido miedo de las tormentas y había oído ciertas historias de monstruos y salvajes ocultos tras las montañas que tapaban el horizonte. Y por eso un día dejó de caminar y construyó una casa en la ladera de un monte sobre un verde prado en donde muchos días al año, lucía el sol.

Y creyó ser feliz. Durante un tiempo.

Pero una noche en la que no podía dormir fijó sus ojos, de nuevo, en las montañas marrones, y de nuevo, como tantos años atrás, se preguntó qué habría tras ellas. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en los horrores que le habían sido narrados y quiso apartar la curiosidad de su mente. Pero la curiosidad, sin embargo, era parte de su ser tanto como lo era su miedo a lo desconocido. El temor le había hecho creer que era feliz pero el ansia de su corazón le mostraba ahora una insatisfacción con ese momento que se encuentra justo después del ahora.

Se dio cuenta de que tal vez , una vez, él había tenido razón y el mundo se había equivocado. Tal vez, esto no era lo máximo a lo que podía aspirar.

Y ese tal vez lo cambió todo.

Muchos años han pasado desde aquél quizás inesperado que se presentó invasivo en una noche estrellada. Muchos años, y muchos momentos.

Y durante este tiempo ha sentido la naturaleza bajo sus pies desnudos, y ha conocido el amor como no sabía que existía, y ha explorado las entrañas del mundo y también las sensaciones de las que están hechas los sueños de los hombres.

Una vez, tras muchos años de ausencia, regresó al verde prado de sus juventud, sólo para decir hola.

¿Existen los monstruos? Le preguntaron con temor y excitación.

Existen, desde luego.

¿Y cómo has podido regresar, si de verdad existen? ¿Has debido combatirlos de nuevo?

Él sonríe y contesta.

Los monstruos que tanto miedo me daban son ahora mis amigos. Ya no hay monstruos tras las montañas.

¿Entonces no son peligrosos?

Lo son, claro que sí.

La audiencia se mostró confundida.

Los monstruos existen, amigos, y son peligrosos. Escupen lava roja y están armados con terribles colmillos y garras.

Todo el mundo guardó silencio.

Lo que no os contaron, amigos, es que nosotros no llegamos ante los monstruos totalmente desarmados. Por el camino, tras abandonar el prado, me encontré con una armadura que luego protegería mi cuerpo y con una espada ligera pero de mortífera punta.

No os contaron, tampoco, que los monstruos le tienen miedo a los hombres y también a las espadas. No os contaron que los monstruos no quieren morir. Por eso, en el fragor de la batalla, nos dimos cuenta, los monstruos y yo, de que estábamos unidos por una causa común: el miedo. Y nos dimos cuenta de que quizá era aquél el verdadero enemigo de todos nosotros, el verdadero monstruo que todos llevamos dentro.

Así que ya veis, luchando encontré nuevos amigos y caminando encontré el más preciado tesoro.

¿Y cuál es ese tesoro? Le preguntaron expectantes.

Él dio una respuesta que posiblemente ninguno de los presentes entendió.

Encontré la satisfacción con el momento que sigue al después del ahora. 

 

27 enero, 2014

En la estación


Gare Saint-Lazare. Monet.
 
 
El tren se acerca a la estación llena de gente envolviendo el ambiente con su vapor proletario y con el traqueteo de los raíles.

Hombres con sombrero, mueres que van y vienen. Niños que corretean. Maletas que esperan. Un reloj que nunca mira atrás.

Cien años después de este instante, guerras se habrán sucedido, países habrán nacido y otros desaparecido, la inmensa mayoría de la población que en este momento respira habrá dejado de existir y entonces, un siglo después de este ahora, las nuevas generaciones vendrán a esta misma estación y miraran al reloj centenario mientras esperan el tren que los llevará, tal vez, de vuelta a casa, tal vez, a un nuevo destino. Camino a sus sueños, tal vez.

Ella espera al tren ajena a todo lo que vendrá, y también a todo lo que fue. Ajena al paso del tiempo. Porque para ella este momento lo es todo, el futuro y el pasado del mundo entero. Ha comprado un billete a un lugar que no conoce, sintiendo que es allí a donde deber ir. Un billete que sólo tiene fecha de ida. Y la fecha es hoy. Mira el reloj que aún no ha cumplido los cien para darse cuenta de que sólo quedan diez minutos para la partida del que para ella no es otra cosa que un corcel de hierro.

El tren abre sus puertas y los ansiosos pasajeros se acomodan en los asientos. Ella también lo hace. Deja la ventana a su derecha y mira a través de sus cristales parcialmente empañados de vapor.

Llegó el momento de partir y para su consternación es menos duro de lo que pensaba. Mucho menos. No echa de menos su pasado y eso debería dolerle, sin embargo, no es así. Sólo hay una cosa que echa de menos: su futuro. Lo ansía, lo invita a acompañarla para siempre en un camino que, como el reloj de la estación, nunca mire atrás.

Clava sus ojos en el vacío y se imbuye en el ruido. El andén suena a vida, suena a amistad, a cariño, a odio, a amor, a ternura, a desesperación, a inocencia, a enfermedad, a miedo. Suena a reencuentro y despedida. Suena a corazones rotos y sueños truncados. Suena a alegría y esperanza. El corazón de la estación es, piensa ella, como mi propio corazón, que hace ruido sin saber que lo hace y sin darse cuenta de que el eco de sus latidos es necesario aún incluso cuando resuene doloroso en sus oídos.

En eso piensa, en su corazón, porque ahora que se está alejando de todo, se da cuenta por primera vez de que éste, su corazón y también su alma son suyos y de nadie más y de que siempre han estado y estarán donde les corresponde. Con ella.

Ve a una mujer desde la ventana que acarrea una maleta pesada. Su cara muestra una mueca de dolor. Nuestra protagonista se toca el pecho en su lado izquierdo para notar los latidos de su alma y sonríe para sus adentros. Se alegra de que su equipaje resulte tan ligero.